El Calvo Liberal y la Política

el calvo liberal y la politica
Tabla de Contenidos

El Calvo Liberal y la Política

Nunca he pensado en involucrarme en la política activa, y hasta hoy esa sigue siendo mi postura. Sin embargo, uno nunca sabe; “nunca digas de esta agua no beberé”, porque la vida siempre nos puede sorprender.

Lo que siempre he hecho es hablar de política, filosofar sobre ella y debatir con mi círculo de amistades. Hasta ahora, estos debates han sido personales, pero siento que hoy debo compartir más abiertamente mis ideas, aun a riesgo de equivocarme. No le temo al error: es un gran maestro.

 

Liberalismo y Política

Creo firmemente que el ser humano necesita liberarse del miedo y del condicionamiento mental antes de poder prestar cualquier servicio realmente significativo. La libertad interna es la base indispensable de toda libertad externa: social, política y económica.

Desde mi perspectiva liberal libertaria, hay tres derechos fundamentales que sustentan cualquier sociedad civilizada: el derecho a la vida, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad. Y para que estos derechos sean reales, todas las personas deben ser tratadas como iguales ante la ley.

Mi desconfianza no se dirige al político común, al funcionario local con buenas intenciones o al vecino que quiere servir a su comunidad. Mi crítica se orienta a las élites enquistadas en los gobiernos, aquellas que han hecho de la política un negocio y del poder un fin en sí mismo.

El viejo lema de «servir al pueblo» se ha transformado en una cortina de humo. La política, como se practica hoy, consiste en dividir y dominar; en la lucha constante por el poder, el privilegio y la riqueza. Una vez que los políticos llegan al poder, su único propósito es mantenerse allí, sin importar los medios. La historia humana parece dar testimonio de ese ciclo eterno de corrupción y decepción. La política, como la religión institucionalizada, se ha convertido en parte del problema y ya no en parte de la solución.

 

Libertad, poder y educación

Recuerdo una cita de Jiddu Krishnamurti que me marcó profundamente:

“¿Te das cuenta, señor, de que tú eres el mundo y el mundo eres tú? El mundo no es algo aparte de ti y de mí. Hay un hilo común de relaciones que nos teje a todos juntos. Fundamentalmente estamos todos totalmente conectados. Superficialmente las cosas parecen estar separadas. Especies distintas, razas distintas, culturas y colores distintos, nacionalidades y religiones y políticas distintas.

Si te fijas bien, inmediatamente verás que todos somos parte del gran tapiz de la vida. Cuando podamos vernos a nosotros mismos como parte de este glorioso patrón de relaciones, entonces los conflictos entre naciones, religiones y sistemas políticos se acabarán”.

Esta idea me marcó profundamente. En ella veo la síntesis de lo que implica la libertad entendida desde el individuo: el reconocimiento de la interconexión que no necesita control ni coerción. Krishnamurti señala que los conflictos nacen de la ignorancia, de la incapacidad de reconocernos como parte de un todo. Desde la filosofía libertaria, esa ignorancia se traduce en la obsesión por dominar al otro, en la creencia de que un grupo puede —o debe— decidir qué es lo mejor para todos.

Sin embargo, profundizando en esta reflexión, me encuentro con el pensamiento de Carl Sagan, quien nos legó un antídoto poderoso contra esa ignorancia: el escepticismo disciplinado. Sagan fue categórico al señalar que «Los argumentos de autoridad tienen poco peso. Las ‘autoridades’ se han equivocado en el pasado. Lo harán de nuevo en el futuro.» Esta es precisamente la medicina que necesita la política contemporánea. Los gobiernos y sus élites operan sobre la premisa de que su autoridad es incuestionable, que su palabra debe obedecerse sin análisis crítico. Pero Sagan nos recordó que «en la ciencia no hay autoridades; como máximo, hay expertos.» ¿Por qué no aplicar este mismo principio a la política? Si desconfiamos de la autoridad en el ámbito científico, mucho más deberíamos desconfiar de ella en el ámbito del poder político.

La raíz del problema no está en la política ni en la religión como estructuras, sino en nuestra mente condicionada. Hemos aprendido a obedecer antes que a entender, a repetir antes que a reflexionar. Vivimos atrapados en ideologías que nos separan, cuando la auténtica libertad sólo puede nacer del pensamiento independiente.

Aquí es donde Richard Feynman, ese célebre físico teórico y rebelde intelectual, nos ofrece otra perspectiva esencial. Feynman insistía en la importancia radical de la «libertad de pensamiento» como cualidad fundamental de la ciencia. Pero lo que muchos no captan es que Feynman no veía esto como algo exclusivo de los laboratorios; lo veía como un imperativo existencial. Para él, «la imaginación es más importante que el conocimiento,» porque el conocimiento reproduce lo que ya existe, mientras que la imaginación nos permite concebir lo que podría ser. En política, carecemos justamente de esa imaginación libertaria. Nos presentan dos opciones, tres a lo máximo, cuando en realidad hay infinitas formas de organizar la sociedad sin coerción centralizada.

Feynman también fue implacable en un punto que resuena profundamente conmigo: «El primer principio es que no debes engañarte a ti mismo, y tú eres la persona más fácil de engañar.» Los gobiernos cuentan con que nos engañemos a nosotros mismos, con que aceptemos sus narrativas sin cuestionarlas. Nos vendemos la ilusión de que nuestro voto importa, que participar en el sistema electoral es libertad, cuando en realidad estamos perpetuando el mismo sistema que nos somete.

Superar ese condicionamiento implica ir más allá de los sistemas, de las fórmulas y de las respuestas hechas. Necesitamos silencio, observación y autoconocimiento. Mientras nuestras mentes permanecen atadas a dogmas —ya sean de izquierda, derecha o centro— seremos incapaces de responder al cambio continuo de la realidad. La vida es dinámica y sólo con mentes libres y corazones flexibles podremos estar a la altura de su movimiento.

En esta línea, Michel Foucault, aunque lejano del ideario libertario tradicional, aporta una mirada crucial: la libertad no es un estado o un derecho dado, sino una práctica cotidiana que se construye resistiendo el poder en todas sus formas. Foucault advierte que la libertad no puede imponerse por decreto, sino que surge en la tensión entre la autonomía individual y las presiones del entorno social.

Por otro lado, Hannah Arendt insiste en que la auténtica libertad sólo existe allí donde hay protagonismo, participación activa y pluralidad. Para ella, la libertad implica atreverse a aparecer en el espacio público, a actuar y a pensar junto a otros, lejos del sometimiento y el conformismo.​

Al salir del ámbito de la filosofía, Alexander S. Neill, creador de la escuela Summerhill, ofreció un ejemplo pedagógico radical: sostenía que la educación sólo es auténtica cuando el niño elige libremente, y que cualquier forma de imposición destruye la individualidad y la alegría de aprender. Neill mostró que el respeto irrestricto por la autonomía, incluso en la infancia, es la base de toda sociedad libre y progresista.

 

El problema está en el condicionamiento

Estos autores —tan dispares, pero coincidentes en la centralidad de la autonomía— me llevan a pensar que la raíz del problema político es mucho más profunda: el condicionamiento. Hemos sido entrenados para obedecer sin preguntar, para aceptar sistemas que nos separan y nos modelan según intereses ajenos.

Superar ese condicionamiento exige, ante todo, mente abierta y disposición a desaprender. Mientras la mente esté amarrada a dogmas o a creencias fijas, no seremos capaces de responder los desafíos de la realidad cambiante. Sólo una educación enfocada en la libertad puede romper esas cadenas.

 

¿La política es la salida?

Estar en contra de la política no significa que sea indiferente a los asuntos públicos o a la organización social; al contrario, es una postura que surge de un profundo rechazo a cómo se ejerce hoy la política. Desde mi perspectiva libertaria, observo que la política, tal como la conocemos, se ha convertido en un juego de poder que aleja al individuo de su libertad y lo subordina a intereses colectivos impuestos desde arriba.

La política tradicional tiende a dividir a las personas, generando bandos, confrontaciones y conflictos que no aportan soluciones reales, sino más bien cacareos de poder y control. Los políticos, en muchos casos, buscan más perpetuarse en el poder que servir al pueblo. Esto crea una élite que impone reglas y decisiones que afectan a todos, sin respetar verdaderamente la autonomía de cada persona.

Como libertario, creo que la libertad individual es sagrada y no puede ser sacrificada en el altar del poder político. La política, en su esencia práctica, implica imponer y gobernar, lo que choca con la idea central de que cada individuo debe ser libre para decidir su propio camino. Por eso, desconfío de los sistemas políticos que concentran poder, regulan en exceso y limitan la libre asociación y la iniciativa personal.

Además, la política genera un condicionamiento colectivo que termina encadenando nuestra mente, nuestra forma de pensar y actuar. Nos acostumbran a buscar soluciones en líderes y estructuras, cuando la auténtica transformación social debe comenzar en la conciencia y responsabilidad individual.

Por eso, no me interesa ser parte de ese tipo de política, ni apoyar sistemas que supeditan la libertad a intereses partidarios o burocráticos. En lugar de política, apuesto por la educación, el diálogo sincero y el respeto irrestricto por los derechos individuales como camino hacia una sociedad más libre y justa.

En resumen, estoy en contra de la política porque la veo como un obstáculo para la verdadera libertad, una herramienta para dividir y controlar, y un sistema que corrompe más de lo que soluciona. Prefiero enfocarme en empoderar al individuo y fomentar comunidades basadas en el respeto mutuo y la cooperación voluntaria.

 

Entonces, ¿Cuál es el camino?

Quizá muchos se pregunten: si la política no es la respuesta, ¿Qué nos queda entonces? Para mí, la verdadera alternativa es la educación. Pero no cualquier educación: una educación que no condicione ni adoctrina, que enseñe a pensar, no a obedecer.

Carl Sagan fue enfático al insistir que la ciencia «nos enseña el valor del pensamiento racional y la importancia de la libertad de pensamiento». La educación que necesitamos es la que cultiva precisamente eso: la capacidad de cuestionar, de buscar evidencias, de desconfiar de las autoridades. Los niños deberían crecer aprendiendo a pensar de forma independiente, comprendiendo como parte de una vida unificada, aprendiendo a respetar el proyecto vital de los demás y a defender su propia libertad sin invadir la ajena.​

Solo una sociedad educada en estos valores podrá aspirar a un progreso genuino, no basado en la imposición sino en la cooperación libre. Porque, como señala Sagan, «En la ciencia, a menudo ocurre que un científico dice: ‘Eso es un buen argumento, mi teoría está equivocada’ y cambia de opinión. No recuerdo la última vez que algo así pasó en política o religión.»

Creo que la verdadera libertad no se conquista con leyes ni con partidos, sino con consciencia. La política podrá administrarnos, pero jamás podrá emanciparnos. La verdadera liberación comienza en la mente de cada individuo, en su capacidad de pensar con independencia, en su disposición a cuestionar lo establecido y en su valentía para imaginar alternativas al orden existente.

 

Espero que este post te haya gustado. Muy pronto, en otro post, hablaré de la importancia de la educación para una sociedad liberal.

Si deseas saber más de mi, puedes pinchar en ¿Quién es El Calvo Liberal?